sábado, abril 23, 2016

Todo lo que existe es «vida»


En verdad, todo lo que existe es «vida». Incluso aquellas criaturas que normalmente llamamos «sin vida», son vivientes. La forma normal de su existir puede haber cesado, y en este caso, nosotros las llamamos «muertas», sin vida; pero con el cese de esta vida, una nueva forma de existencia aparece. El proceso de disolución, crea vida por sí mismo.

Todo aquello que es, vibra. Todo objeto existente consiste en moléculas moviéndose continuamente.  El diccionario define la molécula como la porción más pequeña de una substancia, capaz de existir de una manera independiente, y conservando las propiedades de aquélla. Pese a su pequeñez, las moléculas se componen de partículas aún más diminutas, conocidas por el nombre de «átomos».

Un átomo es parecido a un sistema solar en miniatura. El núcleo representa el sol en nuestro sistema solar. Alrededor de este «sol», giran los electrones, muy por el estilo que, en nuestro sistema, giran los planetas alrededor del nuestro centro solar. Como en el sistema planetario, cada átomo se compone de espacio casi vacío. Aquí (fig. 1), se dibuja el átomo de carbono — el «ladrillo» de nuestro Universo —; se ve enormemente magnificado. La fig. 2 reproduce la dispo­sición del Universo planetario nuestro. Cada substancia posee un número distinto de electrones alrededor de su «sol»— el núcleo. El uranio, por ejemplo, tiene noventa y dos electrones, al paso que el carbono sólo consta de seis. Dos de ellos muy próximos al núcleo y los cuatro restantes girando a mayor distancia de éste. Pero ahora, vamos a olvidar todo eso de los átomos y ceñirnos a las moléculas.

El hombre es una masa de moléculas girando rápidamente. En su apariencia, es sólido; no es fácil hacer pasar un dedo a través de su carne y sus huesos. Con todo, esa solidez es una ilusión que se nos impone debido a que pertenecemos — con exceso — a la Humanidad. Consideremos una criatura infini­tamente pequeña que pueda estar a una cierta distancia de un cuerpo humano y mirarlo. Esta criatura vería soles en rota­ción, espirales de nebulosas y corrientes de astros semejantes a la Vía Láctea. En las partes blandas del cuerpo — la carne —las moléculas estarían ampliamente dispersas. En las substan­cias más duras — los huesos — las moléculas ofrecerían más densidad, apretadas juntas como un gran enjambre de estrellas.

Imaginamos a uno de vosotros mismos situado en la cumbre de una montaña cuando la noche es muy clara. Estáis solo, lejos de las luces de cualquier ciudad, las cuales, por refrac­ción a través de las gotas de humedad suspendidas en el aire, hacen que los cielos aparezcan como empañados. (esta es la razón por la cual los observatorios se hallan siempre en sitios apartados.) Estáis en vuestra propia cumbre... Encima de vosotros las estrellas brillan claramente. Contempláis cómo ruedan en formación interminable ante vuestros ojos maravillados. Grandes galaxias se extienden delante de vosotros. Enjambres de astros adornan la negrura del cielo nocturno. Cruza el cielo la banda que se conoce por Vía Láctea; parece un largo trazo de humo. Estrellas, mundos, planetas. Moléculas. Así aquella criatura microscópica os vería a vosotros. Los luceros del cielo aparecen como puntos de luz con increíbles espacios en medio de ellos. Están a billones, a trillones... Sin embargo, comparado con el gran espacio entre ellas, nos hacen el efecto de escasas. Un supuesto navío del espacio puede moverse entre las estrellas sin tocar ninguna de ellas. En la suposición de que os fuera posible contornear los espacios entre las estrellas — las moléculas —, ¿qué se vería? La criatura microscópica que os está mirando desde lejos también se lo pregunta.

Nosotros sabemos que todo lo que ella ve somos nosotros. ¿Cuál, entonces, es la formación final de las estrellas en los cielos? Cada hombre es un uni­verso en el cual los planetas — moléculas — giran en derredor de un sol central. Cada piedra o ramito, o gota de agua, se compone de moléculas en constante, inacabable movimiento. El hombre se compone de moléculas que se mueven: este engendra una forma de electricidad que, unida a la «electricidad» producto del Super-yo, da lugar a la vida sensible. Alrededor de los polos de la Tierra brillan resplandecientes tempestades magnéticas, que dan origen a las auroras boreales con todo su acompañamiento de luces coloreadas. Del mismo modo, alrededor de todos los planetas — y moléculas —se producen radiaciones magnéticas que se conjugan y se inter­fieren con otras radiaciones emanadas de otros mundos o mo­léculas. «Nadie es un mundo dentro de sí mismo.» No existen mundos ni moléculas sin otros mundos y otras moléculas. Cada criatura, mundo o molécula, depende de la existencia de otras criaturas, para que su existencia pueda continuarse.

También puede apreciarse que cada grupo de moléculas posee una densidad distinta. Son como enjambres de estrellas me­ciéndose en el espacio. En algunas partes del Universo hay áreas muy despobladas de estrellas o planetas, o mundos — como se quiera llamarlos. Mas en otras existe una gran densidad; por ejemplo en la Vía Láctea. De la misma forma una piedra puede representar una concentración muy fuerte de galaxias. El aire está mucho menos poblado de moléculas y, como sabemos, pasa por los conductos capilares de nuestros pulmones y se mezcla con el torrente sanguíneo.

Más allí de la atmósfera existe un espacio donde hay grupos de moléculas de hidrógeno en ancha dispersión. El espacio no es el vacío absoluto, como la gente se imagina; es una colección de moléculas de hidrógeno en frenética oscilación y, por ello, las estrellas, los planetas y los mundos están compuestos de moléculas de hidrógeno.

Es evidente que si un cuerpo posee una cantidad importante de grupos moleculares, será una cosa de la mayor dificultad para otro cuerpo el pasar a través de las moléculas del pri­mero; pero lo que es llamado un «fantasma», que tiene sus moléculas ampliamente espaciadas, puede atravesar con faci­lidad una pared de ladrillos.

Pensemos en lo que es la pared en cuestión: un conjunto de moléculas, algo parecido a una nube de polvo suspendida en el aire. Por improbable que parezca, existe espacio entre una molécula y otra, lo mismo que existe entre las estrellas, y si alguna criatura es lo bastante pequeña, o si sus moléculas están lo suficientemente disper­sas, entonces les es factible el pasar a través de las moléculas de la pared sin tocar ninguna. Esto nos permite apreciar cómo un «fantasma» puede aparecerse en un salón cerrado, y cómo puede circular a través de una pared en apariencia sólida. Todo es relativo; una pared que es sólida para cualquiera de nosotros, puede no serlo para una criatura del astral.

T. Lobsang Rampa
Tu, para siempre

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